Al primer juego de béisbol que fui en Boston
llegué dos horas más temprano que la hora anunciada en el boleto que había
comprado revendido el día anterior. Antes de llegar al estadio me compré tres
pelotas y un marcador de esos de tinta indeleble entusiasmado con que en el
peor de los casos al menos un jugador de los Medias Rojas de Boston o de las
mantarrayas de Tampa Bay me
pudiese dedicar no más de tres segundos a firmarme una. Habían tres venezolanos
convocados para el partido, de ellos al menos uno escuchándome hablar en su
propio acento se dignaría a firmarme una de las pelotas. O quizás podía tener
un golpe de suerte y conseguir una firma
de alguno de los astros de los RedSox como Many Ramírez o David Ortiz. ¿Por qué no?
La pasión por el béisbol en la ciudad de
Boston es gigantesca. El metro que funciona hasta las 12:00 AM tiene que
quedarse abierto en caso de que el juego de ese día no haya terminado y si esto es al final, al comienzo del juego antes de empezar se
siente como el tráfico de carros aumenta en la ciudad por la gente de todo el
estado Massachusetts que viene a
ver el partido. Si se quieren conseguir entradas lo más difícil es comprarlas
en la taquilla del estadio, a menos que se quieran conseguir para un juego dentro de cinco meses. Es
decir, si se pregunta en abril se consiguen para septiembre, pero si se quiere ir
al juego próximo no queda otra que comprar las entradas revendidas. Como premio
de consolación está la opción de comprar la visita guiada al
campo que se hace todas las tardes antes de los partidos, pero nada mejor para
disfrutar del Fenway que viendo un juego de Béisbol.
Una de las cosas que más me gustan del
Béisbol es su imprevisibilidad. Cualquier pronóstico que se haga antes de un juego o de una temporada es débil, y como los
economistas los comentaristas
deportivos terminan explicando porque no pasó los que ellos decían que iba a
pasar. Hasta que no se haga el out
27 el juego no se termina. Así el equipo favorito que se suponía iba a quedar
campeón de su división queda de último, y el novato que era mejor cambiarlo o
despedirlo porque no bateaba termina partiendo la liga. Solo fuerzas superpoderosas como la
maldición del bambino, aquella que
le calló a los RedSox por vender al más que legendario Babe Ruth a los Yankees,
son capaces de predecir el futuro y condenar a un equipo a no ganar la Serie
Mundial por casi 100 años. Desde 1907 hasta 2004.
Llegué al estadio y el venezolano Tomás Pérez
, quien pensé iba a ser una de mis
firmas seguras , no quiso acercarse. Miguel Cairo y Alex González , los otros
dos venezolanos, no fueron al juego , y David Ortiz y Many Ramírez, ignoraron los
gritos de los fanáticos. Solo el manager Terry Francona se acercó un rato a
complacer a los asistentes. Como no conseguí su firma me acerqué a un jugador de Boston que se veía
cabizbajo y tenía cara de latino. Él si accedió cordialmente a firmarme la
pelota. ¿Cómo te llamas? Le pregunte y me respondió Carlos Peña.
De las tres pelotas que había comprado las
fui usando en los campos de béisbol del Boston Common. Una tras otra las fui
desgastando hasta que me toco decidir si usaba o no aquella que me había
firmado Carlos Peña. Como sus números no eran muy buenos, ya tenía más de 29
años y esa temporada había jugado muy pocos juegos , decidí usarla para el próximo partido informal con mis amigos. La siguiente vez que volví a saber de
Carlos peña fue al año siguiente (2007) cuando quedó de segundo en
Jonrones en la liga americana (46) esta vez jugando con el equipo de Tampa Bay.
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